Envidio a todo aquel que sepa contar una historia. A todo aquel que pueda estructurar un texto más allá de un par de párrafos y llenar páginas y páginas de contenido. Y no cualquier contenido [si hasta Diosa Canales tiene un libro], sino contenido de calidad, ese que mueve la fibra humana y trasciende las barreras del tiempo. Ese contenido del que están hechos los clásicos, esas historias que inspiran a otros a querer escribir una propia. Los envidio, pero los admiro.
Más allá de la necesidad del escritor incipiente de ser leído y encontrar la valoración propia en la validación de otros, está el hecho de cumplir una meta, de verla plasmada y materializada en físico. El sueño de recorrer librerías y ver tu nombre en las vitrinas, que tu historia recorra ciudades y países enteros en manos de peatones y lectores que se sumergen en un mundo que TÚ creaste. Es algo que va más allá del ego.
Todos queremos dejar una marca, una prueba de que hicimos algo valioso, importante y relevante con nuestras vidas. Una manera casi perfecta de derrotar a la muerte [excepto por el hecho de morir eventualmente]. La mortalidad gobierna nuestras vidas, y el fin de la misma es burlarla o morir en el intento. Las palabras se las lleva el viento, a menos que estén adheridas a las páginas de un libro.
